El
minotauro: Mito Griego
Minos
era hijo de Zeus y de Europa. Se convirtió en rey de Creta con ayuda de
Poseidón, dios de los mares y éste le envió un espléndido toro para que lo
sacrificara en su honor. Pero Minos sacrificó un animal menos impresionante,
con lo que despertó la ira del dios. Para vengarse, Poseidón indujo a Pasifae,
esposa de Minos, a enamorarse del animal. Para satisfacer su pasión, Pasifae
pidió ayuda a Dédalo, un ingeniero ateniense alojado en la corte de Minos,
quien construyó una vaca de madera hueca, de forma que Pasifae pudiera
esconderse en su interior. Así consiguió aparearse con el toro y de esta unión
antinatural nació el Minotauro, un ser monstruoso mitad hombre, mitad toro. La
ira de Poseidón no tenía límites y continuó haciendo que el Minotauro se
alimentara sólo de carne humana y conforme crecía era más y más salvaje. Minos
ordenó a Dédalo que construyese un laberinto para alojar en él al monstruo,
dejando prisioneros al constructor y a su hijo Ícaro (DEDALO E ICARO).
Por aquel entonces, uno de los hijos de Minos,
Androgeo se encontraba en Atenas participando en una competición olímpica de la
que resultó ganador. Los atenienses le asesinaron y por ello
el rey de Creta les declaró la guerra. Al mando de los atenienses se encontraba
el rey Egeo. Minos atacó el territorio y, con la ayuda de la peste
que asoló Atenas, salió vencedor. La victoria de Minos impuso varias
condiciones y, se dice que, el oráculo de Delfos fue quien aconsejó a los
atenienses a ofrecer un tributo a Creta. Una de las condiciones era entregar a
siete jóvenes y siete doncellas como sacrificio al Minotauro. Existen dos
versiones, en una el tributo era enviado anualmente y en otra alude a que la
entrega se efectuaba cada nueve años. Fuese como fuese, los catorce jóvenes
eran abandonados a su suerte dentro del laberinto donde acababan devorados por
el monstruo.
Años
después, Teseo, hijo de Egeo (en otras fuentes de Poseidón), se dispuso a matar
al Minotauro y así liberar su patria del impuesto. Egeo le dijo que si volvía
con vida, cambiara las velas negras con que los barcos retornaban de la isla
por otras para darle la noticia de su victoria. Al llegar a Creta, los jóvenes
fueron presentados a Minos y Teseo conoció entonces a Ariadna, una de las hijas
del rey. Ariadna se enamoró de él y le rogó que se abstuviera de luchar contra
el Minotauro pero Teseo la convenció de que él podría vencerle con su ayuda.
Ariadna ideó un plan; le entregó una punta de hilo muy largo advirtiéndole que
no lo soltara en ningún momento, para poder seguirlo de vuelta (hay versiones
que apuntan a que también le dio una espada, mientras otras dicen que la espada
la llevaba Teseo) El héroe y los demás jóvenes entraron en el laberinto y horas
después se encontraron con el Minotauro. Teseó luchó contra él y lo derrotó.
Para salir del laberinto, siguió de vuelta el hilo de Ariadna y guió a los
demás. Cuenta la leyenda que Ariadna y él partieron hacia Atenas, pero Teseo la
abandonó a su suerte en la isla de Naxos. Cuando el barco llegaba a Atenas,
Teseo no recordó la promesa hecha a su padre de cambiar las velas, por lo que
éste, creyendo muerto a su hijo se arrojó al mar, dándole su nombre a partir de
ese momento.
El
copihue: Leyenda Mapuche
En lengua mapuche al copihue se le llama
“Copiu”. La leyenda dice que su nombre nace de una trágica historia de amor
entre jóvenes mapuches de tribus rivales:
“Hace
muchos años, cuando en Chile la tierra de Arauco era habitada por pehuenches y
mapuches, vivía una hermosa princesa mapuche, llamada Hues, y un vigoroso
príncipe pehuenche, cuyo nombre era Copih.
Copih
y Hues se conocieron y enamoraron. Pero,
lamentablemente, sus tribus estaban enemistadas a muerte. El mayor de los
problemas era que Copih y Hues se amaban y para verse sólo podían encontrarse
en lugares secretos de la selva. Sin embargo, un día los padres de ambos se
enteraron y se enfurecieron… y no se quedaron de brazos cruzados.
Copiñiel,
el jefe de los pehuenches y padre de Copih, y Nahuel, jefe mapuche y padre de
Hues, se fueron cada uno por su lado hasta la laguna donde ambos enamorados se
encontraban.
El
padre de Hues, cuando vio a su hija abrazándose con el pehuenche, arrojó su
lanza contra Copih y le atravesó el corazón. Tras esto, el príncipe pehuenche
se hundió en las aguas de la laguna. El jefe Copiñiel no se quedó atrás e hizo
lo mismo con la princesa, la que también desapareció en las aguas de la laguna.
Ambas
tribus lloraron por mucho tiempo. Cuando pasó un año, los pehuenches y mapuches
se reunieron en la laguna para recordarlos. Llegaron de noche y durmieron en la
orilla.
Al
amanecer, vieron en el centro de la laguna un suceso inexplicable. Del fondo de
las aguas surgían dos lanzas entrecruzadas. Una enredadera las enlazaba, y de
ella colgaban dos grandes flores de forma alargada: una roja como la sangre y
la otra blanca como la nieve.
Así,
las tribus enemistadas comprendieron lo que sucedía. Se reconciliaron y
decidieron llamar a la flor copihue, que es la unión de Copih y de Hues.”
Como
último dato les cuento que para el pueblo Mapuche, el Copihue es:
Símbolo de alegría,
de amistad y gratitud. Resalta como una de las plantas sagradas de los
araucanos; los guerreros la veneraban como el emblema del valor y la libertad y
los jóvenes como el espíritu tutelar de sus amores.
La leyenda del Pehuén
(Leyenda Mapuche)
Entre los árboles que traen fruta,
el buen Dios creó para beneficio de la gente: la araucaria, o como dicen los
indios, el pehuén, cuyas cápsulas de semillas con forma de bola o cabeza no
consideraban al principio un alimento.
Los mapuches veneraban la araucaria y la consideraban un árbol sagrado, a su sombra rezaban, le brindaban ofrendas de carne y sangre y humo, salpicándolas con mushai, la chicha dulce o fermentada, lo adornaban con regalos y le hablaban como si fuera una persona y hasta se confesaban con él.
Las sabrosas pepitas dulces del pehuén quedaban inutilizadas, quizás porque no tenían buen sabor cuando estaban crudas y ellos no sabían prepararlas: de modo que las dejaban tiradas en el suelo, considerándolas venenosas.
Y ocurrió que el reino de los mapuches pasó por un período de gran hambruna, tanto que murieron muchos araucanos. Los que morían antes que nadie eran los niños y los ancianos.
Entonces, los viejos de las tribus mandaron a la gente joven en busca de comestibles de distintas clases y a distintas partes: bulbos de lirio y otras flores y plantas, bayas, hierbas y granos de cereales silvestres, raíces amarillas dulces y, naturalmente, también carne de animales salvajes. Pero.... ¿dónde estaba todo aquello, dónde se escondía?
Casi todos los mozalbetes mapuches volvieron hambrientos sin haber hallado cosas comestibles. Dios, el Grande del cielo, no quiso seguir oyendo el clamor: el Chau no escuchaba las plegarias, se fingía sordo.... Y su gente se moría.... Sólo uno de los emisarios consiguió algo.
Cuando éste volvía, lo interpeló durante el trayecto un anciano desconocido, ansioso de saber qué buscaba en las montañas en gran parte pobre, arenoso y árido. El joven le confió su pena y la de sus hermanos hambrientos de la tribu y el viejo replicó, con extrañeza:
-¿No son suficientemente buenos para ustedes los piñones? Caen de los árboles harto maduros ya basta una de sus cápsulas para nutrir a toda una familia.... Pero hay que hervirlos hasta que se ablanden, hervirlos con mucha agua o tostarlos sobre el fuego. Y hay que enterrarlos en el invierno para preservarlos de la helada.
Después de estos buenos consejos, el viejo de la larga barba desapareció de improviso.
El joven araucano se llenó el manto de las cápsulas de semillas más grandes que encontró y se las llevó al más anciano de la tribu, junto con el mensaje que le había dado el hombre de la larga barba.
El anciano y el joven llamaron a toda la gente de la tribu y se habló de lo convenido. Entonces, los más prudentes dijeron:
-Ese sólo puede ser nuestro Chau, nuestro padre que bajó para nosotros a la tierra a fin de salvarnos. Seguiremos sus indicaciones, no desdeñaremos el regalo que nos permite comer, no obstante ser un alimento que proviene del sagrado árbol que sólo a Él pertenece.
De inmediato, hirvieron aquellas alargadas frutas en agua buena y otros las tostaron sobre el fuego. Fue un gran festín.
Desde entonces ya no padecieron
escasez, porque los innumerables árboles existentes alrededor del volcán Lanín
y sobre él les ofrecieron muchos regalos de esa clase. De esa época datan las
fiestas populares, consistentes en un viaje anual de los indios con sus
familias a las montañas y regiones de las araucarias a fin de juntar los
víveres preciosos para el invierno, katangos y piñones de un color oro oscuro.
Los guardan bajo tierra, donde se conservan durante todos los veranos frescos y dulces, siendo muchas veces el único alimento de los indígenas.
Fabrican también la embriagadora bebida llamada chahui (o chawü), hecha con los mejores nguilliu, nombre que les dan a los piñones.
Pero poco después de la época a que nos referimos, el Dios de los araucanos no bajó ya a la tierra y algunos de nuestros antepasados afirmaron que lo capturaron y mataron los blancos cuando quiso visitar por última vez a sus dilectos hijos araucanos.
De todos modos los antiguos, cuando rezaban al salir el sol, como lo hacemos hoy todavía muchos de nosotros, sobre todo los más ancianos y los que viven solitarios en lugares poco poblados, tenían y tienen siempre en la mano, en la mano limpia y aseada y bien abierta, una ramita o fruta del pehuén, y dicen:
-Dado por Ti para no dejarnos morir de hambre.
¨A Ti debemos nuestra vida y te rogamos, a ti, el Grande, a Ti nuestro padre, que no dejes morir a los pehuenes.
¨Deben propagarse como se propagan nuestros descendientes, cuya vida te pertenece, como te pertenecen los árboles sagrados ¨.
Así saben rezar los ré che, los araucanos de sangre pura a su Dios y Dueño del mundo.
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